27 de marzo de 2011

La niña de porcelana y su príncipe de hielo

Sobre el mueble donde se guarda la vajilla de la casa, en el comedor, está una muñequita de porcelana, con su vestidito blanco y su mirada tierna. Está sentada, tomando una taza de té por la eternidad. Su cabello recogido lo adorna un moño color rosa pastel y sus rizos dorados le cubren su pálido rostro. Su vestidito blanco está adornado con florecitas rosas mientras un gatito se cobija con el resto del vestido que cae al piso. Sus piecillos los descansa sobre un cojín. Y mientras toma el té, ella sostiene con la otra mano un platito de leche para que el gatito de su regazo tome sin cesar.

Pero junto a ella, otra estatuilla de porcelana le hace compañía. Un muñeco de nieve con cara de asombro y un osito de peluche medio deforme. El muñeco de nieve lleva un sombrero blanco en la cabeza fría. Y en su rostro unas chapitas y unos ojos abotonados. Resalta la zanahoria que tiene por nariz, tan anaranjada que la raya que tiene por boca desaparece. Lleva puestos unos pantalones, que por más que el cinturón intenta amarrar, la nieve derretida le impide ajustarlos.

Así se le va la vida a la princesita de porcelana, pensando que en el mundo no hay otros niños tan pálidos, con cara afiladita y de encanto esperando por ella. Se ha resignado a creer que aquel hombrecillo de nieve, regordete y con cara de maricón, será su príncipe azul. Pobre muñequita de porcelana, si supiera que su príncipe azul existe, no está en la sala, la cocina o alguna habitación, pero existe.

23 de marzo de 2011

Paraísos que viven en los sueños y realidades que parecen rastros de un pseudoparaíso

El taxi estaba que se desvencijaba con cada tope y hueco que caminaba de la ciudad. A las siete de la noche, la Ciudad de México era un caos: tráfico, gente, música, luces, claxóns, gente mal humorada y cansada. El humo del cigarro del conducto apenas dejaba ver lo que había detrás del parabrisas del carro, pero mientras él se explayaba contando las peripecias de su vida, ella intentaba no morir asfixiada. El rojo se puso en verde y pensó que quizá sería bueno estar del otro lado del mundo: una habitación con vista hacia el campo, el silencio arullando sus sueños y los grillos llevándole una serenata a media noche. De repente, un tope la trajo de vuelta al taxi.

– Las cosas del amor, señorita. Eso sí que desarma a cualquier humano, Y la verdad es que ya no quiero sufrir. Desee con todo mi corazón encontrar el amor, pero solo me he topado con dolor. Por eso he decidido que no más, no merezco sufrir.

Una bicicleta interrumpió el soliloquio del conductor, y el taxista intentó alcanzarlo con una palabrota para castigarlo por su imprudencia. Un silencio permitió tomar un respiro a ambos. ¿Qué estaría pensando el conductor, qué dolores le había causado el corazón? No tenía idea, pero ella prefería mil veces el silencio, ya que le permitía pensar e imaginar un poco.

–Señorita, ¿alguna vez ha amado? Una joven tan bonita como usted debe tener muchos pretendientes. Pero sea inteligente, los hombres son...

Ella se desconectó; pasaron por su mente muchas imágenes que la hicieron sonreír y al mismo tiempo tener ganas de llorar. Finalmente despertó del sueño y el conductor permanecía en silencio, desesperado por el tráfico y ensañado con su cajetilla de cigarros. El cansancio del día era tan visible en ambos rostros: ojeroso, resecos por el humo, envejecidos. Una sirena se escuchó a lo lejos mientras se acercaba ruidosamente hasta desaparecer nuevamente en la distancia.

–En la siguiente esquina a la derecha, por favor.

– Sí señorita.

Ella se reclinó sobre el vidrio e intentó cerrar los ojos para escaparse un rato a aquél paraíso: la brisa tibia acariciaba su rostro mientras su cuerpo descanaba sobre unassábanas blancas y frescas; con un suspiró de corazón contento.

–Me deja en la esquina, detrás del microbús, por favor.
–Sí, claro que sí.

El taxi se detuvo, ya sin puertas, con abolladuras y con la mitad del techo y un solo espejo. La calle estaba silenciosa y solo se escuchaba el ronco motor.

–¿Cuánto le debo?
–Cincuenta pesos, señorita.
–Aquí tiene.
–Muchas gracias, que tenga una feliz noche.
–Gracias, feliz noche.

Se alejó el vehículo con el conductor sobre el asiento, el volante en las manos y el motor volando sobre un par de ruedas. La calle quedó en la penumbra, con una luz sobre el pavimento de la esquina donde estaba un poste. Sacó la llave y la metió en la hendidura de la puerta. Ella entró. La calle quedó vacía, mientras a lo lejos se escuchaba el ruido de los carros.

7 de marzo de 2011

Harta de recargar las baterias mil días, para que se gasten en unas horas.

Te prometí escribir pero no tengo ninguna fórmula nueva para entretener tu creatividad o tu letargo. Además, mi cerebro se ha secado debido a que el corazón se ha marchitado. Recuerdo haber escrito cómo sentía que el corazón se convertía en una pasita, arrugado por deshidratación. La falta de humedad llegó a tal punto que, como una gangrena, se expandió por todo el interior del cuerpo. Una enfermedad que ataca primero a los miembros principales; de esa forma llegó al cerebro, dejando imposibilitado al ser para continuar con una vida.

Comienzo a comprender cómo esa noche los pies decidieron ponerse de pie y salir de la cama para andar sin rumbo por la casa. Las manos decidieron mirar al cielo mientras una canción salía de una garganta burbujeante e incognoscible. Los ojos giraban sin parar mientras el estómago masticaba las sobras del desayuno. Los miembros habían adquirido libertad, y me estaban matando; se aniquilaban inconscientemente.

Estoy tan ocupada con mi frustación de “inacabar” los miles de proyectos que van surgiendo con el diario vivir, que me he olvidado de cómo se sentía la adrenalina de escribir; de escribirte. El motor se apagó, se calentaron las balatas y se ponchó la llanta trasera del lado izquierdo. El volante jugó sucio y los frenos fallaron a última hora. El carro acabó abollado y el conductor salió volando por el vidrio que se había desprendido minutos antes del caparazón que lo sostenía. Un par de sirenas se escucharon cada vez más cerca. Los hombrecillos alcanzaron solamente a atar cabos.

Duerme corazón, pero no te mueras aún. Congélate y sobrevive un milenio; quizá en ese futuro encuentres un espacio o un cuerpo donde puedas latir con intensidad.