El taxi estaba que se desvencijaba con cada tope y hueco que caminaba de la ciudad. A las siete de la noche, la Ciudad de México era un caos: tráfico, gente, música, luces, claxóns, gente mal humorada y cansada. El humo del cigarro del conducto apenas dejaba ver lo que había detrás del parabrisas del carro, pero mientras él se explayaba contando las peripecias de su vida, ella intentaba no morir asfixiada. El rojo se puso en verde y pensó que quizá sería bueno estar del otro lado del mundo: una habitación con vista hacia el campo, el silencio arullando sus sueños y los grillos llevándole una serenata a media noche. De repente, un tope la trajo de vuelta al taxi.
– Las cosas del amor, señorita. Eso sí que desarma a cualquier humano, Y la verdad es que ya no quiero sufrir. Desee con todo mi corazón encontrar el amor, pero solo me he topado con dolor. Por eso he decidido que no más, no merezco sufrir.
Una bicicleta interrumpió el soliloquio del conductor, y el taxista intentó alcanzarlo con una palabrota para castigarlo por su imprudencia. Un silencio permitió tomar un respiro a ambos. ¿Qué estaría pensando el conductor, qué dolores le había causado el corazón? No tenía idea, pero ella prefería mil veces el silencio, ya que le permitía pensar e imaginar un poco.
–Señorita, ¿alguna vez ha amado? Una joven tan bonita como usted debe tener muchos pretendientes. Pero sea inteligente, los hombres son...
Ella se desconectó; pasaron por su mente muchas imágenes que la hicieron sonreír y al mismo tiempo tener ganas de llorar. Finalmente despertó del sueño y el conductor permanecía en silencio, desesperado por el tráfico y ensañado con su cajetilla de cigarros. El cansancio del día era tan visible en ambos rostros: ojeroso, resecos por el humo, envejecidos. Una sirena se escuchó a lo lejos mientras se acercaba ruidosamente hasta desaparecer nuevamente en la distancia.
–En la siguiente esquina a la derecha, por favor.
– Sí señorita.
Ella se reclinó sobre el vidrio e intentó cerrar los ojos para escaparse un rato a aquél paraíso: la brisa tibia acariciaba su rostro mientras su cuerpo descanaba sobre unassábanas blancas y frescas; con un suspiró de corazón contento.
–Me deja en la esquina, detrás del microbús, por favor.
–Sí, claro que sí.
El taxi se detuvo, ya sin puertas, con abolladuras y con la mitad del techo y un solo espejo. La calle estaba silenciosa y solo se escuchaba el ronco motor.
–¿Cuánto le debo?
–Cincuenta pesos, señorita.
–Aquí tiene.
–Muchas gracias, que tenga una feliz noche.
–Gracias, feliz noche.
Se alejó el vehículo con el conductor sobre el asiento, el volante en las manos y el motor volando sobre un par de ruedas. La calle quedó en la penumbra, con una luz sobre el pavimento de la esquina donde estaba un poste. Sacó la llave y la metió en la hendidura de la puerta. Ella entró. La calle quedó vacía, mientras a lo lejos se escuchaba el ruido de los carros.
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